miércoles, 25 de marzo de 2009

Entrevista con Miguel Ángel Santos Guerra

Miguel Ángel Santos Guerra ha ejercido la docencia en los diferentes tramos educativos, tanto universitarios como no universitarios. En la actualidad pertenece al Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga. Sus trabajos se centran fundamentalmente en tres campos: Organización Escolar, Evaluación y Formación del Profesorado. Ha escrito numerosos libros, entre ellos Hacer visible lo cotidiano. Teoría y práctica de la evaluación cualitativa de Centros Escolares; La evaluación: un proceso de diálogo, comprensión y mejora; Entre bastidores: El lado oculto de la organización escolar; y La luz del prisma: Para comprender las organizaciones educativas. Además es autor de diversos artículos sobre temas educativos en prensa diaria y especializada (El Sur de Málaga, Kirikiki, Cuadernos de Pedagogía, Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado…)

UN: El problema de la evaluación ocupa hoy un primer plano en el debate mundial sobre la calidad. En la educación trasciende las fronteras de las aulas y compromete nuevos actores en los procesos. Pero usted señala una serie de peligros en la evaluación. Empecemos por ahí
M.S.: En un largo artículo de 1988, “Las patologías de la educación”, planteé 24. Una de ellas, en el caso de la evaluación, es que solo el alumnado es objeto de evaluación. No todo lo que hacen ellos es debido a sus capacidades, a sus formas de trabajo o a sus actitudes. En los resultados inciden las instituciones, los docentes, los compañeros, las demandas de la familia. Pero al centrar la evaluación en el alumno, todos los demás agentes pasan inadvertidos. Se piensa que el problema no es el currículo, o los métodos, o el modo de plantear la evaluación; se supone que el alumno es torpe, perezoso, no ha trabajado lo suficiente o no tiene las bases necesarias. Otra patología es que únicamente sean objeto de evaluación los resultados terminales; no se da una reflexión cualitativa sobre cómo aprende un alumno, solo se sabe que acabó aprendiendo o que no lo hizo. A veces ni siquiera se conoce si el aprendizaje ha sido fruto de la enseñanza o se ha logrado por otro camino. Una patología más es que solo se evalúa el conocimiento y no, por ejemplo, valores, actitudes o formas de convivencia. Dentro de estas atrofias está también la de evaluar únicamente lo que se pretende enseñar. Pero no se plantea la pregunta: ¿mientras aprendes, qué aprendes? Porque alguien puede aprender, por ejemplo, a odiar el conocimiento. Otro tipo de patología es la evaluación excesivamente cuantitativa. Se intenta dar razón de procesos complejos con criterios demasiado simples para reflejar los matices, la riqueza, las dimensiones múltiples del aprendizaje.

UN: Parece que de la evaluación poco aprenden los evaluadores.
M.S: Entre las explicaciones que dan los profesores de por qué los alumnos no han aprendido no hay una sola que sea competencia de los docentes; todas son responsabilidad de los alumnos. En las propuestas para solucionar problemas aparecen: “si son vagos, que estudien”; “si son torpes, que mejoren”; “si los habían preparado mal en años anteriores, que se preparen mejor”; pero no hay ninguna interpretación que aluda a cómo son los contenidos, cómo es la metodología, qué formulación se da a los problemas, cómo se establecen las relaciones. Es una cuestión que deja de lado preguntas como: ¿era esto lo que había que estudiar?, ¿esta es la forma de saber si lo han aprendido?, ¿por qué no o por qué sí han aprendido? La evaluación tiene mucho que ver con dimensiones éticas, críticas, en la medida que se pide a todos lo mismo, de la misma manera, al mismo tiempo. No hay nada más injusto que pedir lo mismo a los que son tan distintos y tienen ritmos distintos. Una evaluación excesivamente homogénea lesiona la equidad. Es como una competencia en que unos concursantes llevan bolas de hierro amarradas a sus pies, mientras otras corren libremente.

UN: Usted plantea la evaluación como un proceso de diálogo-comprensión y mejora; ¿qué significa esto?
M.S: La evaluación debería servir para dialogar entre los profesores, entre ellos y los alumnos, entre la sociedad y la universidad, lo cual no significa que todos estemos de acuerdo y que tengamos que pensar lo mismo. Se trata de desarrollar un proceso de diálogo que busca comprender la realidad. Si la evaluación genera comprensión, desde la comprensión podemos mejorar. Si yo comprendo, por ejemplo, que lo que estoy planteando no me lo están entendiendo, desde esa certeza tendré que preguntar qué pasa; examinar el lenguaje, los conocimientos previos de mis interlocutores. Si observo que los alumnos no participan, explorando comprendo que tal vez se sienten engañados al ser invitados a participar, entienden que solo lo hacen en cuestiones secundarias, no en las importantes, o que vale la participación cuando coincide con aquellas decisiones que los profesores queremos tomar. Cuando yo comprendo todo eso, si realmente estoy bien intencionado, cambio. Pero en las escuelas se evalúa mucho y se cambia poco; la evaluación sirve para medir y clasificar, pero no para comprender. Fundamentalmente deberíamos evaluar para mejorar. Ya sé que mejora es una palabra infinita y que depende de percepciones, de perspectivas desde donde se realiza; pero cuando hablamos de mejorar tenemos que desentrañar juntos qué vamos a entender por esa cuestión y determinar a quiénes va dirigida esa mejora.

UN: Asegura usted también que la evaluación, más que un proceso técnico, debe ser un proceso ético.
M.S: Claro, es muy importante reflexionar sobre a quién ayuda o a quién perjudica la evaluación. A qué valores sirve, qué valores contraviene o ataca. Los aspectos más profundos, más ricos, donde es posible hacer transformaciones y mejoras reales no solamente están ocultos, sino que su exploración puede ser bloqueada, combatida. Pero esos aspectos tendrían que estar muy presentes en la formación de los docentes. Sería necesario explorar por ejemplo qué efectos, qué repercusiones tienen las expectativas de los evaluadores en los alumnos. Por otra parte, el conocimiento que se trabaja en las instituciones tiene un valor de uso: es interesante y útil, resuelve problemas, es atractivo. También tiene un valor de cambio: lo adquiero a cambio de una calificación. Pero algunas veces el valor de cambio hace que desaparezcan las preguntas sobre el valor de uso. Como necesito un título, requiero las calificaciones de esta asignatura, tengo que verla, así crea que es inútil o aburrida. Es la diferencia entre estudiar para aprender y estudiar para aprobar. Si la evaluación de las instituciones de educación superior tuviese el calado democrático que requiere, y su finalidad fuera clara y pertinente, a nadie le interesaría más que a los mismos docentes y a los alumnos, porque sería una forma de saber si eso que están haciendo se hace de una manera adecuada o si es necesario transformarlo, mejorarlo. A veces hablamos de mecanismos de participación, pero no pensamos en qué estructuras permiten desarrollarlos. A veces se dice que hay que participar, pero no se dice dónde, cuándo, cómo o con qué carga de decisión.

UN: Siempre se pueden hacer discursos bellos sobre propuestas pedagógicas, pero existen condiciones que hacen muy difícil la aplicación de las propuestas. Un modelo como este, ¿Qué exige del maestro, del estudiante, de la institución, de la sociedad?
M.S: Es necesario cambiar el conocimiento inicial sobre lo pedagógico y las actitudes para transformar la práctica. Esto requiere investigar para saber ser educador. El que tiene la tarea de enseñar es el que más ejerce el oficio de aprender. Se trata de conocer procesos de una enorme complejidad. Por eso es muy importante pasar de la certeza a la incertidumbre. Hay que ir de la simplicidad a la complejidad. Al comenzar clases, yo pido a los estudiantes que escriban cómo los defraudaría el profesor en esa asignatura -si hiciera qué, si evaluara de qué manera-. Es una forma de reflexionar sobre lo que me piden los estudiantes y discutirlo con ellos. Aquí cabe una metáfora de Hölderlin, según la cual “los educadores forman a sus educandos como los océanos a los continentes, retirándose”. Este cambio de actitud es importante. Si yo pienso por el alumno y le hago todo, creo un tonto que no sabe buscar el conocimiento, que no se cree capaz de tener conocimiento relevante, que no cree que sus compañeros le puedan aportar conocimiento. El estudiante debe decirle al profesor, “ayúdame a pensar por mí mismo”. Hay que pasar también del individualismo a la colegialidad, porque la práctica de una educación está excesivamente sustentada en el individualismo. Si ya ha cambiado el conocimiento y la actitud, no es sino cambiar la práctica. Ahora bien, si no existe verdadera voluntad, no hay nada qué hacer. Es lo mismo que un pueblo donde no se tocaban las campanas de la iglesia por ocho motivos: el primero, no había campanas…, ¿para qué indagar por los otros siete? Hay que pasar de la queja a la transformación, al compromiso, al cambio. Y, un planteamiento muy importante, hay que pasar del voluntarismo a la institucionalización. De facto, esta figura legal existe en América Latina, que yo sepa, solo en Argentina. En casi todos los países europeos y en Estados Unidos hay, y se han traducido en medios públicos regionales y locales, televisiones de carácter público que ofrecen tiempo al aire a aquellos que lo demandan.


Fecha de la entrevista: Marzo de 2003
Publicada en: U. N. Periódico, marzo de 2003
(publicación de la Universidad Nacional de Colombia)

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