miércoles, 6 de mayo de 2009

Evaluación de la Práctica Docente primera parte

Comienzo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolivar sobre la temática de la evaluación docente:

Quiero plantear cómo se ha de entender, en nuestro contexto, la evaluación de la práctica docente para provocar la mejora y, sobre todo, para asegurar con equidad el derecho a la educación de la ciudadanía. Una larga tradición del pensamiento progresista en educación, con razones fundadas por los modos y usos a que ha dado lugar, se ha opuesto a cualquier forma de control sobre los centros escolares y el profesorado. Sin embargo, actualmente, hemos de repensar cómo se puede garantizar el derecho a una buena educación para todos si no hay arbitrados dispositivos para que escuelas y profesorado den cuentas (a sí mismos, a la comunidad o a la administración) de la educación ofrecida. Como argumenta Linda Darling-Hammond (2001),

“si se aspira a que los alumnos alcancen unos estándares de mayor calidad educativa hay que suponer que también los profesores han de satisfacer ciertos estándares o criterios de calidad en su trabajo. Unos estándares de enseñanza elevados y rigurosos constituyen la piedra angular de un sistema de control que concentre su atención en el aprendizaje de los alumnos” (p. 314).

Es preciso contar, pues, con algún tipo de dispositivo (externos, además de internos) que garanticen la equidad de “todos” los alumnos en su derecho a la educación. La cuestión es cómo hacerlo en formas que motiven a los que ya lo hacen bien y, a la vez, contribuyan a mejorar a aquellos establecimientos de enseñanza y profesorado que consiguen bajos niveles en su alumnado, como actualmente se plantea en la “nueva” responsabilidad por los resultados (Carnoy, Elmore y Siskin, 2003; Gunzenhauser y Hyde, 2007) o de los estándares (Ferrer, 2007). Asegurar que todo ciudadano está recibiendo la educación que desarrolla sus posibilidades no puede hacerse dejando el asunto al arbitrio (y suerte) contingente de cada centro escolar y su profesorado. En conjunto, como objetivo último, dicen Ravela, Arregui y otros (2008: 62), lejos de culpabilizar al profesorado, “la evaluación debe estar al servicio del desarrollo de un sentido de responsabilidad compartida por la educación como bien público. Debe promover el compromiso con la educación de todos los actores, cada uno según su lugar y ámbito de acción”.

En el fondo, para lograr hacer de cada escuela una buena escuela, meta irrenunciable de cualquier sistema educativo, nos encontramos con el dilema de actuar por presión externa (control de resultados) o promover el compromiso e implicación interna (autoevaluación). Si bien sabemos que una política intensificadora puede inhibir los esfuerzos de mejora del profesorado y del centro escolar, perdiendo el potencial de sinergia que debía tener; tampoco cabe confiar sin más en los procesos iniciados por todo el profesorado. Esto último, si bien debe ser potenciado por las instancias centrales, no puede ser presupuesto. Hay bases para pensar que, en determinados contextos, una lógica de colaboración debe verse impulsada por mecanismos de presión que lleven a los actores a asumir compromisos por la mejora. En momentos en que éstos se debilitan, siempre existe, como contrapartida, la intervención externa para aquellos casos en los que no se está alcanzando determinados niveles de calidad. Lograr un equilibrio, siempre inestable, es el problema. En cualquier caso, primero capacitar, sólo en segundo lugar, presionar.

1. LA EVALUACIÓN DOCENTE EN LA AGENDA ACTUAL DE REFORMAS
La evaluación del desempeño docente y de los resultados obtenidos por los establecimientos escolares se ha ido convirtiendo en los últimos años en una cuestión estrella, ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir responsabilidades o para dar criterios de elección a los clientes. En paralelo a la evaluación de centros escolares, la evaluación del desempeño docente, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las políticas educativas, en una especie de “estado evaluador”, por lo demás ahora globalizado (Kellaghan y Greaney, 2001) con una comparación de resultados interpaíses (TIMSS, PIRLS o PISA, son los ejemplos más recientes). El auténtico reto actual es que lo que comenzó siendo un medio de mejora institucional no acabe siendo atrapado o colonizado por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la izquierda neoliberal de la “tercera vía”.

La política de reforma está ahora basada en estándares (“standards-based reform”) que, en el contexto anglosajón, define niveles de consecución deseables con una evaluación periódica. Junto a algunos Estados de USA, Nueva Zelanda y Australia, el Reino Unido ha sido uno de los países que ha instaurado en los últimos años un sistema de “pago por rendimiento”, como estrategia para incentivar la mejora vinculada al rendimiento obtenido por los alumnos. En este caso, los alumnos han de mostrar un progreso en sus resultados académicos al menos tan bueno como el de la media nacional, de acuerdo con los estándares fijados. A partir del curso 2000-2001 se ha instaurado en todos los centros escolares un sistema anual del ciclo de planificación, seguimiento y actuación del profesor. El sistema (“performance management”), además del carácter sumativo de la evaluación con consecuencias económicas, quiere tener una función formativa, orientando al profesorado a las correspondientes actividades de desarrollo profesional para la mejora en los próximos años (Reynolds, Muijs y Treharne, 2003).

En la actualidad, contamos con una pluralidad de formas y sistemas de evaluación docente y carrera profesional, tanto en la América Latina (Murillo, 2006), como en los países de la OCDE (2005; Eurydice, 2004). El asunto principal es cómo evitar que una evaluación de la práctica docente no caiga en un control burocrático, como frecuentemente ha sucedido; para –en su lugar– convertirse en una de las principales plataformas para promover el desarrollo profesional y, a la vez, una mejora de las prácticas docentes, lo que redundará –como consecuencia– en una mejora de los resultados de la escuela (Paquay, 2008: 30). De este modo, la evaluación del desempeño docente y la propia carrera profesional no es sólo una cuestión de gestión de recursos humanos, sino que deben inscribirse, de modo congruente, en una política educativa amplia de mejora. Como tantas cosas en educación, por sí misma y de modo aislado, suele tener escasos efectos para movilizar al personal docente por la mejora; en ocasiones, cuando está mal planteada, justo tiene los efectos contrarios.

El título que le he dado al artículo (“la evaluación de la práctica docente) es, deliberadamente, amplio y con una cierta ambigüedad, pudiendo referirse, conjuntamente a:

la evaluación que el propio profesorado, a título individual, hace de su desarrollo del currículum, a través de la evaluación de los alumnos;

autoevaluaciones que el profesorado, de modo colectivo (a nivel de grupo, Ciclos, Departamentos o escuela) en conjunción con sus colegas, hace de su práctica docente.

las evaluaciones externas del desempeño docente, por medio de estándares, niveles o competencias, referidas al aula o –sobre todo– al centro escolar.

Los tres sentidos están relacionados y deben complementarse. De hecho, en escala decreciente, si pudiera funcionar bien el primero, se solaparía con el segundo y, si la autoevaluación fuera una práctica extendida, no se requerirían evaluaciones externas. No obstante, me cifraré más ampliamente, por ser un punto álgido y de actualidad en las agendas políticas de mejora (Murillo, 2006), en la evaluación (externa) del profesorado. En el fondo, como señala Montero (2004), evaluar al profesorado equivale a evaluar la enseñanza, como su actividad profesional. En cualquiera de sus tres variantes, el objetivo final es asegurar una calidad de la educación. Los demás dispositivos (complementos, incentivos, carrera profesional, etc.) deben ser juzgados en función de dicho objetivo. La evaluación, por tanto, es el punto de partida para tomar medidas que contribuyan, según los déficits detectados, a incrementar dicha calidad.

A nivel internacional, como he dado cuenta en un trabajo (Bolívar, 2005), la práctica docente en el aula, tras permanecer en la penumbra u olvido con otros intereses, ha pasado a un primer plano. La preocupación actual por los resultados y la libre elección de centro escolar, enmarcadas en el neoliberalismo imperante, también han contribuido a ello. Al fin y al cabo, la calidad de la educación se juega en los procesos de enseñanza y aprendizaje vividos en el aula, aún cuando, para que estos sucedan, se deban ver acompañados de otros factores a nivel de escuela, política educativa y familias. En una cierta “tercera ola” (la primera sería por prescripciones externas y la segunda, por el trabajo conjunto a nivel del centro escolar) es preciso centrarse en la práctica docente en el aula que marcará, más que otras variables distantes, la diferencia en los resultados del aprendizaje de los alumnos (Hopkins y Reynolds, 2001). Por eso, el profesorado importa y mucho. De ahí la responsabilidad por hacer atractiva la profesión y configurar los lugares de trabajo como contextos estimulantes del aprendizaje, pues contar con buenos docentes es garantía de buenas experiencias de aprendizaje, como ha puesto de manifiesto un relevante informe de la OCDE (2005). Si la evaluación de la práctica docente puede contribuir a ello y cómo podría hacerlo, es el objeto de esta contribución.

La propia formación del profesorado ha de ser juzgada (Guskey, 2000) por su impacto en la mejora del aprendizaje de los alumnos, lo que requiere que incida primero en conocimientos, habilidades y actitudes del propio profesorado. Las demás variables (satisfacción de los participantes, cambios en modos de enseñar, en actitudes y creencias), para que sean efectivas, en último extremo tendrán que incidir en la mejora de la práctica docente. Como dice Elmore (2003a: 15), “el desarrollo profesional exitoso –porque está específicamente diseñado para mejorar el aprendizaje de los estudiantes– debería ser evaluado de forma continua y fundamentalmente sobre la base de los efectos que tiene en los logros de los estudiantes”. Por eso, uno de los parámetros para juzgar la formación (inicial y permanente) del profesorado es cómo contribuye a mejorar el propio aprendizaje de los profesores y, en último extremo, el aprendizaje de los alumnos.

Factores variados y confluyentes han contribuido, en la segunda modernidad, a situar la evaluación de la práctica docente en la agenda de las reformas, dentro de una era de la responsabilidad por los resultados (“accountability”). Por un lado, desde una lógica de política educativa, tanto desde políticas neoliberales como del “nuevo” laborismo, se ha incrementado la presión externa (descentralización y responsabilización de la escuelas, evaluaciones externas, elaboración de “ranking” y competencia para conseguir alumnos, etc.). Por otro, desde una lógica pedagógica, crecientemente se ha reconocido que las escuelas y su profesorado tienen un grado de responsabilidad en el aprendizaje de los alumnos, aún cuando haya otros factores asociados (gasto en educación, recursos disponibles, contexto sociocultural).

La creciente cultura o éthos gerencialista en el sector público está conduciendo a la creación de mecanismos de control, por un lado; o de autoresponsabilización, por otro, importando mecanismos de gestión privada que ponen el énfasis en los resultados o productos del sistema educativo, al servicio de las demandas de los clientes (Afonso, 1998). En este sentido se ha hablado de sociedad “performativa”, en la que –en último extremo– lo que importa es la evaluación de los resultados conseguidos por los alumnos. En una comunidad discursiva de la calidad, que empieza a ser dominante en los países anglosajones, se redefine la misma noción de “calidad” para incorporar en la evaluación, como es propio de una orientación al mercado, la percepción de satisfacción de los clientes. También, a medida que se delega mayor autonomía a los centros educativos, dentro de los nuevos modos de “gobernación” de la educación, como contrapartida se incrementa la necesidad de una evaluación periódica de los resultados obtenidos por las escuelas, aún cuando se tengan en cuenta las características del contexto. Que todo esto se oriente a garantizar una educación equitativa para todos o, en una perspectiva mercantil, a diferenciar escuelas y profesorado para elección de clientes, es la cuestión preocupante.



Extraído de rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html

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