domingo, 10 de mayo de 2009

SIGNIFICADOS, DIMENSIONES Y SENTIDOS DE LA EVALUACIÓN DE LAS PRÁCTICAS DOCENTES

Continúo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolívar sobre la temática de la evaluación docente:

SIGNIFICADOS, DIMENSIONES Y SENTIDOS
La evaluación de la práctica docente se debe realizar en relación con lo que es propio de dicho ejercicio profesional y se espera de él, con el objetivo de mejorar su actuación, promover la motivación o reconocerle social y económicamente su trabajo, ya sea mediante dispositivos de promoción horizontal o vertical en su carrera o mediante determinados incentivos económicos (Murillo, 2006). Entrar en esta dimensión en España es un asunto esencialmente conflicto, pero eludirlo no llevaría a dar por bueno el individualismo y privacidad dominantes. Como nos comentaba un director:
“... porque el profesor está encantado de ser autónomo en su clase, porque la mentalidad, la cultura profesional que tenemos los docentes, es muy individualista, y esto está muy ligado a las tradiciones, la gente viene a decir ‘bueno, en mi clase mando yo y hago lo que me da la gana’, y eso está hasta bien visto”.

La cuestión primera en la evaluación externa de la práctica docente es su finalidad o para qué la queremos. Esta no puede ser otra que mejorar la calidad de la enseñanza y, consecuentemente, asegurar el derecho de aprender de todos los alumnos y servir para apoyar y promover el desarrollo profesional del profesorado. En segundo lugar, en cuanto a los supuestos de partida, como hemos señalado, no se puede responsabilizar exclusivamente al profesorado del rendimiento de los alumnos, cuando es sólo uno de los factores; pero, al tiempo, es una actividad relevante que tiene efectos en la calidad de la educación ofrecida. Por último, en cuanto a los efectos se sitúan entre el control del rendimiento y la mejora profesional, con posibles incentivos para el desarrollo profesional y/o económicos.

La evaluación del profesorado se presenta encallada entre dos lógicas: una orientación a la mejora interna y desarrollo profesional, y otra dirigida al control de resultados, que –estableciendo diferencias entre el profesorado– pretende incrementar la calidad y la motivación por la mejora. Esta doble orientación responde, en último extremo, a una perspectiva dirigida a la mejora interna y, otra, para diagnosticar-evaluar resultados. En la primera, la evaluación se dirige a promover el desarrollo organizativo y profesional, por lo que requiere el compromiso de los propios implicados para iniciar un proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la calidad de los procesos y resultados. Esto último supone procesos de autoevaluación institucional o, en cualquier caso, contextualizada, de naturaleza contractual, no impositiva, entre evaluador y evaluados, exigiendo la participación de los últimos. Por su parte, la segunda, se ha traducido como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización y, como tal, de naturaleza sumativa, orientada a medir la competencia, el desempeño o eficacia de los profesores. Si bien un servicio público ha de ser evaluado; también, en los últimos tiempos en Europa, a partir del caso inglés, se está poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Articular ambas lógicas (mejora y resultados, formativa y sumativa) es el reto de toda evaluación.

La tesis que voy a defender, en primer lugar, al hilo de la convergencia entre ambas lógicas y movimientos (“eficacia” y “mejora” de la escuela), será que una evaluación de la práctica docente, unida a la evaluación de centros escolares tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas a menudo, no tienen por qué serlo:
  1. Dar cuenta del funcionamiento de un servicio público y de la labor de sus profesionales, velando por incrementar la equidad del sistema; y
  2. Proceso de aprender, mediante autoevaluación de equipos docentes, de la propia práctica para mejorar la acción educativa. Su punto débil es que exige el compromiso y apropiación de los implicados.
  3. Además, como en el caso algunos países, puede ponerse al servicio de determinados incentivos lo que, además de su posible efecto motivador, suele dar lugar a conflictos entre el profesorado.

Vinculado a lo anterior, defendemos que exigir determinados niveles de consecución, recíprocamente, comporta la obligación de poner los medios, recursos e incentivos que hagan posible alcanzarlos. Por eso, la presión actual por el rendimiento de cuentas (“accountability”), situada en sus justos términos, como hace Elmore (2003a), paralelamente requiere que el sistema educativo proporcione la capacidad necesaria para responder a dichas demandas:
“A fin de que la gente en las escuelas pueda responder a las presiones externas para el rendimiento de cuentas, tienen que aprender a hacer su trabajo de un modo diferente y a reconstruir la organización sobre otros modos diferentes de hacer el trabajo. Si el público y los políticos quieren incrementar la atención sobre la calidad académica y resultados, el quid pro quo es invertir en el conocimiento y las destrezas necesarias para producirlo” (p. 12).


La evaluación de la práctica docente se puede razonablemente defender con un doble objetivo: a) asegurar una calidad de la educación (entendida en sentido amplio), para lo cual deberá tener en cuenta tanto su impacto en la mejora de los aprendizajes del alumnado, como en el desarrollo profesional e institucional; y b) garantizar una equidad en educación, es decir el derecho a la educación de “todos” los alumnos, aun cuando haya otros factores asociados, como el contexto sociocultural, que deban ser tenidos en cuenta. En uno y otro caso, como se ha dicho antes, deberá dar lugar a capacitar a centros y profesores para conseguir los niveles exigidos. Una evaluación no se justifica si no da lugar a acciones posteriores para la mejora por parte de los que han llevado a cabo (Elmore, 2003b).


En cualquier caso, la necesidad de evaluaciones externas viene determinada tanto para asegurar la equidad de la ciudadanía en la educación, acentuada cuando los centros gozan de un grado de descentralización y autonomía, como para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellas escuelas que no estén ofreciendo un entorno educativo parecido a otras (públicas o privadas concertadas) o para compensar en la medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros o servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de generalizabilidad.


Por último, cabe referirse al profundo abismo entre el discurso de la evaluación y la pobreza relativa de la práctica. En efecto, desde los años setenta en España, uno de los ámbitos más innovadores en teoría didáctica ha sido la evaluación en sus distintos ámbitos (aprendizajes, enseñanza, profesorado o centros escolares). Se viene insistiendo, tanto desde la teoría pedagógica como en las declaraciones de la administración en la evaluación del sistema educativo, y, sin embargo, las prácticas que perviven en estos mismos ámbitos son las habituales o tradicionales. Queda por ver lo que puedan dar de sí tanto las nuevas estipulaciones legislativas: evaluaciones diagnóstico de los centros educativos como la evaluación de la práctica docente que establece la (última) Ley Orgánica de Educación (arts. 21, 29, 144 y 106). El Estatuto docente, ahora aplazado, según las determinaciones de la LOE (disposiciones adicionales 6ª a13ª), propone establecer una carrera profesional docente en siete grados, con el correspondiente complemento retributivo, en función de la evaluación “voluntaria” de la práctica docente y la acreditación de méritos.



Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html

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