lunes, 22 de junio de 2009

Posibles aportaciones de la evaluación para la mejora de los sistemas educativos

El artículo es de Alejandro Tiana Ferrer es profesor titular de Historia de los Sistemas Educativos Contemporáneos de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España. En la actualidad es Director del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.

No cabe duda de que el término «evaluación» es hoy moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas, la evaluación suscita un creciente interés en los sistemas educativos contemporáneos.
Fruto de ese interés cada vez más extendido ha sido la notable expansión registrada por la evaluación educativa en los últimos veinticinco años.

La preocupación por la mejora cualitativa de la educación está presente en la práctica totalidad de los países desarrollados o en vías de desarrollo. Existe, por una parte, la convicción de que los sistemas educativos actuales no funcionan de modo tan eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma y transformación emprendidos en muy diversos países exige una respuesta precisa. Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, siendo necesario indicar hacia dónde debe producirse, qué efectos cabe esperar y qué medios se dispondrán para valorar sus consecuencias. Así, puede decirse que hoy en día resulta imposible para las administraciones públicas obviar el debate sobre la calidad de la educación y los medios para mejorarla.

En el contexto de ese debate la evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales como la actuación profesional del docente, el proceso de diseño y desarrollo del currículo, o la organización y funcionamiento de los centros educativos. Entre las posibles aportaciones que puede realizar la evaluación para la mejora cualitativa de la educación, se han seleccionado aquí cuatro, consideradas las más relevantes.

Conocimiento y diagnóstico del sistema educativo
La primera de las funciones que desempeña la evaluación en relación con la mejora cualitativa de la enseñanza es precisamente la de proporcionar datos, análisis e interpretaciones válidas y fiables que permitan forjarse una idea precisa acerca del estado y situación del sistema educativo y de sus componentes. Es lo que se suele denominar función diagnóstica de la evaluación, íntimamente vinculada al nuevo estilo deconducción antes aludido. Dicha tarea de diagnóstico permite alcanzar un doble objetivo: en primer lugar, satisface la demanda social de información que se manifiesta de manera creciente en las sociedades democráticas; en segundo lugar, sirve de base para los procesos de toma de decisión que se producen en los diferentes niveles del sistema educativo, por sus diversos agentes.

La citada función diagnóstica abarca diversos ámbitos, sin circunscribirse a uno solo. En efecto, es bien sabido que la evaluación educativa comenzó refiriéndose primordialmente a los estudiantes y a sus procesos de aprendizaje, ya desde finales del siglo pasado, para ir posteriormente ampliándose hacia otros terrenos, en épocas más cercanas a la nuestra. Dicha ampliación se fue produciendo mediante la colonización de ámbitos cercanos, en lo que ha constituido un rasgo característico de su desarrollo.

Así, tras la amplia experiencia adquirida durante décadas en lo relativo a la evaluación de los aprendizajes alcanzados por los alumnos y a la medición de las diferencias existentes entre éstos, el siguiente ámbito abordado de manera rigurosa fue el de la evaluación de los programas educativos. Pero el cambio fundamental de orientación científica y práctica se produjo cuando las instituciones educativas y el propio sistema en su conjunto comenzaron a ser objeto de evaluación. Ese momento, relativamente cercano a nosotros en el tiempo, representó un hito importante en el desarrollo de la evaluación educativa.

Como consecuencia de dicho proceso, la evaluación ha ido abarcando ámbitos progresivamente más amplios, al tiempo que se ha diversificado. Es cierto que su práctica cotidiana sigue estando principalmente referida a los aprendizajes de los alumnos, aunque adoptando procedimientos más acordes con los nuevos modelos de diseño y desarrollo del currículo, de carácter más flexible y participativo que los tradicionales (OCDE, 1993). No obstante, en la medida en que los factores contextuales adquieren un lugar más relevante en el desarrollo curricular, resulta improcedente limitar el ámbito de la evaluación exclusivamente a los alumnos y a sus procesos de aprendizaje. Si el resultado de dichos procesos es el fruto de un conjunto de actuaciones y de influencias múltiples, no es posible ignorarlas.

En coherencia con dicho planteamiento, la nueva lógica de la evaluación ha llevado, en primer lugar, a interesarse por la actuación profesional y por la formación de los docentes, siempre considerados una pieza clave de la acción educativa. Otro tanto podría decirse del propio currículo, entendido como elemento articulador de los procesos de enseñanza y aprendizaje, y del centro docente, lugar donde éstos se desarrollan. Y llegados a este punto, no tiene sentido dejar fuera del foco de atención a la propia administración educativa ni los efectos de las políticas puestas en práctica. De este modo, el conjunto del sistema educativo se convierte en objeto de evaluación.

Como puede concluirse a partir de las líneas anteriores, los mecanismos de evaluación actualmente disponibles son capaces de suministrar una información rica y variada acerca del sistema educativo y de sus diversos componentes. Aunque no todos ellos sean igualmente accesibles a la tarea evaluadora, ni puedan menospreciarse las dificultades existentes para efectuar trabajos concretos en los diferentes ámbitos antes mencionados, parece suficientemente demostrada la capacidad de la evaluación para generar conocimiento válido, fiable y relevante acerca de la situación y el estado de la educación, como paso previo a la toma de decisiones susceptibles de producir una mejora de su calidad. A ello se hacía referencia al hablar más arriba de la función diagnóstica que cumple la evaluación.

Son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de evaluación diagnóstica de sus sistemas educativos, a menudo llevados a cabo por instituciones creadas al efecto (como es el caso, en España, del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación). Las modalidades en que dichos programas se concretan son muy variadas. En ocasiones adoptan la forma de pruebas nacionales, ya sean de carácter censal o muestral, o de operaciones estadísticas diseñadas al efecto; en otras, se trata más bien de una recogida de información de carácter administrativo. Más a menudo, se combinan ambos tipos de datos y de fuentes para la elaboración de informes de síntesis. También puede variar el grado relativo de utilización de métodos cuantitativos o cualitativos, tendiéndose cada vez más a combinar unos y otros, con el fin de explotar sus virtudes respectivas y reducir sus limitaciones.

Entre los mecanismos puestos en práctica para efectuar un diagnóstico del sistema educativo, quizás el más novedoso sea la elaboración y cálculo sistemático de indicadores de la educación, al que ya se hizo alguna alusión al comienzo. Si bien continúan estando sometidos a polémica, no cabe duda de que han tenido gran incidencia sobre los modos de concebir y utilizar la información acerca de la educación.
En efecto, los indicadores educativos han venido a transformar notablemente el campo de la estadística tradicional, siguiendo así una tendencia iniciada en otros ámbitos sociales hace más de treinta años y a la que se ha sumado recientemente la educación (CERI, 1994). El impacto producido se debe más a su significación y a la utilización que de ellos se hace, que a sus fundamentos técnicos y su procedimiento de obtención. En realidad, desde el punto de vista de su cálculo no son muchas las novedades que introducen, aunque no ocurre lo mismo en lo que se refiere a su definición y, sobre todo, su uso.

En el lenguaje educativo actual, se entiende por indicador un dato o una información (general aunque no forzosamente de tipo estadístico) relativos al sistema educativo o a alguno de sus componentes capaces de revelar algo sobre su funcionamiento o su salud (Oakes, 1986). El rasgo distintivo de los modernos indicadores es que ofrecen una información relevante y significativa sobre las características fundamentales de la realidad a la que se refieren. Desde esa perspectiva, además de aumentar la capacidad de comprensión de los fenómenos educativos, pretenden proporcionar una base lo más sólida posible para la toma de decisiones.

Son varios los motivos que sustentan el interés despertado por los modernos sistemas de indicadores: a) proporcionan una información relevante sobre el sistema que describen; b) permiten realizar comparaciones objetivas a lo largo del tiempo y del espacio; c) permiten estudiar las tendencias evolutivas que se producen en un determinado ámbito; d) enfocan la atención hacia los puntos críticos de la realidad que abordan. Fruto de ese interés han sido las diversas iniciativas desarrolladas, a escala nacional e internacional, para construir sistemas de indicadores de la educación, a varias de las cuales ya se ha hecho mención.

En conjunto, no parece exagerado afirmar que la construcción de indicadores de la educación está provocando la revisión de los mecanismos tradicionales de información acerca de los sistemas educativos. Y cualquiera que sea la conclusión final que se alcance sobre las posibilidades y los límites de los indicadores en cuanto mecanismos de información relevante y políticamente sensible, no cabe duda de que producirán un efecto beneficioso sobre la función diagnóstica que ya viene ejerciendo la evaluación.

Conducción de los procesos de cambio
Si la evaluación cumple una función permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.

Al hablar de cambio y de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea educativa y su incidencia social (Husen, 1988). Para otros, por el contrario, las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de cambiar las prácticas y la cultura de las escuelas y de los docentes (Gimeno, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos como sinónimos, estrictamente hablando.

No obstante, al hablar aquí de la influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos, dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos básicos del sistema educativo. En conjunto, puede afirmarse que el estudio de los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden para la comprensión de los fenómenos educativos (Fullan, 1991 y 1993).

Las tensiones y exigencias que experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.

Los procesos de cambio pueden abarcar diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales, que afectan a la división, secuencia y duración de las etapas educativas; curriculares, que afectan a la definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las escuelas; y organizativas, que afectan a las condiciones en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos. Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.

Más allá de la diversidad interna y multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan manifiestan un claro interés por evaluar sus efectos. Tanto por la inversión de recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la sociedad se realice a través de una evaluación cuidadosa y sistemática de los efectos producidos en las situaciones de cambio.

Dicha utilización es plenamente concordante con el concepto de conducción que antes se presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como alternativa a la evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema educativo en su conjunto.

De acuerdo con estas nuevas perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar una importante contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y riguroso de los efectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de obtener más y mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los procesos de cambio y de las reformas educativas.


Nota
Fuente:
http://www.rieoei.org/oeivirt/rie10a02.htm

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